27 de agosto de 2008

Necedad recalcitrante

Necedad recalcitrante

En primer lugar tenemos a la NECEDAD RECALCITRANTE.
Carl Sagan nos cuenta en su libro El cerebro de Broca que,
... Una prominente religión norteamericana predicaba resueltamente que el mundo finalizaría en 1914. Ahora bien, 1914 ha llegado y se ha ido y, aun a pesar de que los acontecimientos de ese año fueron verdaderamente importantes, el mundo no parece haberse acabado, por lo menos por lo que se puede ver. Son tres las respuestas que puede ofrecer una religión organizada ante este fracaso profético tan notorio. Podrían haber dicho: “¿Dijimos 1914? Lo sentimos, queríamos decir 2014. Un pequeño error de cálculo. Esperamos que no le haya causado ningún prejuicio”. Pero no lo hicieron. Podrían haber dicho: “El mundo se habría acabado en 1914, pero rogamos tan intensamente e intercedimos tanto ante el Señor, que eso evitó el fin de la Tierra”. Pero tampoco lo hicieron. En lugar de ello, hicieron algo más ingenioso. Anunciaron que el mundo se había acabado realmente en 1914 y que si nosotros, los demás no nos habíamos dado cuenta, ese era nuestro problema. Ante tamañas evasivas resulta sorprendente que esa religión todavía tenga adeptos...
Yo me pregunto, amigos de la Red, ¿Por qué a algunas personas les cuesta tanto trabajo reconocer las equivocaciones o aceptar los hechos tal como son? ¿Qué no es más sano y más productivo, para el desarrollo y progreso personal saber decir sencillamente: sí, en esto erré o esto no es como nosotros pensábamos? Éste, todos lo sabemos, no es un caso aislado en el campo de la religión. Más bien es lo típico. ¿Cuánto tardó la Iglesia Católica en reconocer que Galileo tenía razón cuando afirmaba que la Tierra gira, se mueve alrededor del sol? ¿Cuánto se tardó la misma iglesia en aceptar que Darwin tenía razón cuando proclamaba que las especies no son inmutables, que evolucionan?
Aparentemente el que la Tierra sea o no el centro del universo, o qué o quién gira alrededor de qué o quién entre la Tierra y el Sol, son hechos, hoy por hoy, que ninguna relevancia puedan tener, para cuestionar seriamente las creencias religiosas, del mundo occidental. Si la Tierra es sólo un planeta más de los que conforman nuestro sistema solar, en un universo donde nada o nadie está en el centro, porque todo esta en constante movimiento, esto, desde el punto de vista del creyente contemporáneo, se debe a que Dios así dispuso las cosas. Punto. Pero ¿es en realidad así de sencillo? A Giordano Bruno las autoridades católicas de su época lo mandaron a la hoguera precisamente por afirmar que la Tierra no era el centro del universo, sino un planeta más que giraba alrededor del sol. Entonces, ¿por qué mandar quemar vivo a un hombre por un asunto, que a final de cuentas, no tiene la mayor importancia? ¿O es que en los tiempos de la Santa Inquisición si la tenía? ¿Fue la Inquisición sólo una locura del pasado, nada que tenga que ver en nuestras vidas en el presente?

Respondiendo a la primer pregunta del párrafo anterior diré, que el reconocimiento de un error o la aceptación de un hecho tal como es, trae implícita la posibilidad de que tengan que reconocerse otros errores ú otros hechos que vienen detrás del primero, y de ahí tal vez aún otros más y así sucesivamente. Y son estas posibles implicaciones que traen los errores y los hechos lo que al necio recalcitrante le resultan inadmisibles o intolerables. Porque fueron las implicaciones de los hechos lo que condenó al monje italiano a la hoguera. Giordano especulaba que, en vista de que la Tierra era sólo un planeta, entonces podría existir vida inteligente en otros planetas, y esta simple implicación podía (y puede todavía: la existencia de vida inteligente en otros rincones del universo, estadística o matemáticamente puede considerarse casi una certeza, aunque a la fecha, según entiendo yo, no hay evidencia creíble al respecto. Pero muchas sectas protestantes se oponen obstinadamente a aceptar tal cuestión siquiera como una posibilidad), decía yo, podía poner algunos signos de interrogación, consciente o inconscientemente, en las cabezas de los fieles. Si hay seres inteligentes en otras partes del universo ¿Significaba esto acaso que el ser humano no fuera el preferido de Dios? Y si este fuera el caso; ¿Podría ser que sus hijos de su {mundo elegido} tuvieran alguna especie de privilegio para {sojuzgar y dominar a todas las demás criaturas inteligentes del universo}? O tal vez cada mundo habitado tendría su propio Dios, con lo cual volveríamos a una concepción religiosa de tipo tribal, con una multitud de dioses, reclamando cada uno un área galáctica específica. Y si no fuera así, si Dios, para salvar al hombre del pecado aquí en la Tierra — inútilmente, según se ve — había sacrificado a su único hijo; ¿Qué podría hacer para salvar a los pecadores de otros mundos? Esto parece evidentemente ridículo y en realidad lo es, pero quien argumenta en contra de la creencia en la existencia de Dios no es el responsable de ello.

Como decíamos, el reconocimiento de algún error puede significar que se tenga que reconocer otro más, tal vez muchos más, tal vez demasiados. Los avances de la ciencia habían forzado al Vaticano a reconocer que la concepción bíblica geocéntrica de la Tierra había resultado ser falsa, vindicando así a la idea heliocéntrica de Nicolás Copérnico, Giordano Bruno y Galileo Galilei. Y después de esta pugna geocentrista – heliocentrista, llegó Darwin, para combatir la idea del creacionismo con su evolucionismo. El hecho en sí mismo de la evolución biológica tampoco cuestiona seriamente, desde luego, la creencia en la existencia en Dios:

{¿Dijimos que era imposible que de una especie pudieran originarse otras nuevas y diferentes? Lo sentimos, fue sólo una leve inexactitud en la interpretación de la Biblia. Esperamos que el Sr. Darwin no haya tomado tan en serio lo que nuestras autoridades eclesiásticas opinaron de él en ese entonces. Por supuesto, el fenómeno de la evolución siempre estuvo dentro del plan y la supervisión divina de la creación}.

Podría alegarse que la Iglesia Católica — y sus sectarios— al admitir finalmente sus desatinos no se les pueden calificar de fanáticos intransigentes. Pero no es así. El Vaticano (y mejor no mencionar a las demás iglesias) sólo reconoció parcialmente el alcance de los hechos descubiertos por Darwin, pero a la fecha no lo ha hecho cabalmente, al negarse a incluir a la especie humana dentro del fenómeno de la evolución biológica:
¿Que hace 5 millones de años vagaban por las sabanas de África Oriental unos simios que fueron literalmente nuestros abuelos en la escala geológica? ¿Que los cimientos de la moralidad humana es un fenómeno con profundas raíces biológicas, que surge en forma primitiva del comportamiento de los animales sociales? Ni lo sueñen. Dios no hace así las cosas.
Pero la evolución biológica, donde está incluida la evolución humana, desde hace ya años dejó de ser una teoría, para convertirse en un hecho, ciertamente no dentro del círculo de los necios recalcitrantes, pero sí dentro de los círculos científicos. En realidad, la aversión del creyente hacia las implicaciones EN TODA SU EXTENCIÓN, del fenómeno de la evolución biológica es fácil de entender. Porque esta vez tales implicaciones no únicamente ponen algunos signos de interrogación, más o menos extravagantes, en las cabezas de los fieles, sino que con absoluta seriedad y de manera concluyente, reduce al absurdo, según creo yo, todo el sistema de creencias religioso. ¿Qué cómo es que esto puede ser así? Eso lo veremos en al apartado del {desarrollo de la hipótesis} De momento sólo diré que el concepto de evolución no se refiere, — como quizá algunos pudieran creer—, solamente a aspectos anatómicos, sino que hay una relación directa entre morfología, fisiología y comportamiento, de manera que la conducta también ha evolucionado. Según la evolución, los seres humanos no somos el producto de una creación instantánea e independiente, ni tampoco lo son fenómenos como la agresión, el amor y las emociones en general, por citar algunos. Nuestros valores de solidaridad hacia otros o nuestras disposiciones jerárquicas de dominación y sumisión, también tienen un origen biológico y una historia natural que contar.

Y bien. Ante estos monumentales equívocos sobre los hechos instituidos por Galileo y Darwin, que ahora son ya indisputables o incontrovertibles, yo creo tener derecho a preguntar: ¿Excederá los límites de la razón si cuestionamos otras creencias, que tradicionalmente se han sostenido acerca de cómo ha hecho Dios su creación, o sobre cómo es Dios o qué es Dios? ¿De dónde sacan los fieles la creencia de que Dios es todopoderoso? ¿O cómo saben que Dios es infinitamente bondadoso? Es decir, si echamos un vistazo superficial a cómo está hecho el mundo ¿Por qué ningún creyente ha podido pensar en la posibilidad de que Dios sea poderoso y bondadoso pero no tan poderoso ni tan bondadoso? Digamos que los teólogos pudieran aceptar que Dios sea medio poderoso y medio bondadoso. O de plano, si nos fijamos mejor cómo está hecho el mundo, que sea muy poco bondadoso; ¿O indiferente a los intereses humanos y a todo animal viviente? Y; ¿Cómo se supo que Dios es omnisapiente? Porque si Dios lo sabe todo entonces es una pérdida de tiempo que los devotos se ocupen tan insistentemente de comunicarle sus deseos y carencias. O, ¿de dónde se dedujo que Dios es perfecto? ¿Bajo qué sesuda conclusión se pudo eliminar la posibilidad de que Dios pueda cometer algún error? En ocasiones para contestar una serie de preguntas lo mejor es hacerlo con otra serie de preguntas. Y yo pregunto: ¿Cómo se percataron los sacerdotes aztecas que los corazones humanos eran alimento para el sol? ¿Por qué medio les llegó el conocimiento de que los sacrificios humanos era la solución, para evitar que el sol dejara de brillar y se acabara el mundo, sobre todo cada 52 años, que según ellos era el periodo de vida natural del mundo? Con la llegada de los españoles los dioses de los aztecas acabaron en el olvido y en el reino de la fantasía. Pero al parecer los habitantes del viejo continente sólo trajeron consigo divinidades sustitutas igualmente fantasiosas. Porque; ¿Bajo qué procedimiento los jerarcas católicos pudieron concluir, sin sombra de duda, que el embarazo de María obedecía a la obra del Espíritu Santo? y; ¿Cómo supieron de la existencia de este espíritu? ¿Cómo se enteraría Martín Lutero que de los sacramentos católicos sólo el bautismo y la eucaristía eran válidos? Es decir, ¿Por qué precisamente esos dos sacramentos y no cualquier otro, como el matrimonio o la confirmación, o por qué no eliminó de una vez todos de un plumazo, o por qué no agregó otros cinco u otros diez? Y; ¿Qué pruebas pueden aportar los musulmanes para demostrar que su profeta Mahoma nació circunciso, o cómo se daría cuenta el mismo Mahoma que era Alá, uno de los tantos ídolillos que adoraban los árabes, el único Dios verdadero? Pareciera que todos los conocimientos en materia de religión originalmente salen de la {“manga del saco}” de alguien dotado de una gran imaginación... imaginación impregnada de una desesperada necesidad de conocer como funciona el mundo hostil en que vivimos, para ejercer un control sobre él y hacerlo menos intimidante... Y eso explica que los dioses tengan que ser omnipotentes y omnisapientes, porque de otro modo no servirían para el propósito, para el que fueron inventados. Aunque hay que señalar que los dioses y las religiones más modernas pueden ser, más bien producto de sólo proyectos mercadotécnicos, donde los prejuicios sociales de un determinado grupo humano, y la {vocación} de algunos de ser “líderes espirituales” y de tener su propio séquito de feligreses, juegan un papel predominante.

Ante estas consideraciones, por qué no atrevernos a preguntar abiertamente, en resumidas cuentas, ¿Por qué negar la posibilidad de que Dios no sea de ninguna de las maneras como lo han imaginado los seres humanos? —Y vaya que Dios ha sido imaginado de muy diversas maneras, aunque todas inexorablemente antropomórficas—. ¿Por qué negarnos a dedicar un poco de nuestro tiempo a analizar con seriedad la cuestión de la creencia en la existencia de Dios? En fin, de lo que sí podemos estar seguros es que las palabras del ateo no son para los oídos de los necios recalcitrantes.

Fuente: “Revolución del Ateísmo” (El ateo frente a un mundo crédulo)

1 comentario:

Alexánder dijo...

¿Sobre qué descansa la Tierra? ¿Qué sostiene a la Luna, al Sol y a las estrellas? Estas preguntas han intrigado al ser humano durante miles de años. Respecto a la Tierra, la Biblia tiene una respuesta sencilla, pues en Job 26:7 se dice que Dios está “colgando la tierra sobre nada”. En el hebreo original, la palabra que se utiliza aquí para “nada” (beli·máhʼ) significa literalmente “ninguna cosa”, y este es el único lugar en la Biblia donde aparece dicho término. Los doctos en la materia reconocen que la descripción de una Tierra rodeada de espacio vacío refleja una “visión extraordinaria”, en especial para su tiempo.

No era así ni mucho menos como la gente se imaginaba el cosmos en aquellos días. En la antigüedad, una opinión era que la Tierra estaba sostenida por unos elefantes que, a su vez, estaban sobre una tortuga gigantesca.
Aristóteles, famoso filósofo y científico griego del siglo IV a. E.C., enseñó que la Tierra jamás podría colgar en el vacío. Por el contrario, dijo que cada uno de los cuerpos celestes estaba sujeto a la superficie de esferas sólidas y transparentes. Las esferas estaban unas dentro de otras, de modo que la Tierra se hallaba en la interior y las estrellas en la exterior. A medida que estas cúpulas giraban una dentro de la otra, los objetos que había sobre ellas —el Sol, la Luna y los planetas— se desplazaban en el cielo.

La declaración bíblica de que la Tierra ‘cuelga sobre nada’ se hizo más de mil cien años antes de Aristóteles. Sin embargo, a Aristóteles se le consideró el mayor pensador de su día y sus opiniones siguieron enseñándose como un hecho hasta casi dos mil años después de su muerte. A este respecto, The New Encyclopædia Britannica menciona que en los siglos XVI y XVII las enseñanzas de Aristóteles “habían adquirido la categoría de dogma religioso” a los ojos de la Iglesia.
Giordano Bruno, filósofo del siglo XVI, se atrevió a desafiar el concepto de que las estrellas “están como incrustadas en una sola cúpula”. Escribió que eso era “una noción ridícula, propia de niños, quienes quizás se imaginan que si [las estrellas] no estuviesen sujetas a la superficie celeste con un buen pegamento, o con clavos muy resistentes, caerían sobre nosotros como granizo”. Y como en aquellos días discrepar de Aristóteles era peligroso, la Iglesia hizo quemar a Bruno en la hoguera por diseminar sus ideas poco ortodoxas sobre el universo.